Era un sábado por la mañana y Virgina preparaba con su madre unas semillas para plantarlas en el patio de casa.
La madre de Virginia observó que había unas semillas malas que seguramente no podrían florecer. Cuando estaba a punto de tirarlas a la basura, Virginia dio un grito muy fuerte, y su madre se paró de repente.
-No las tires mamá, que yo las quiero plantar y cuidar.
-Pero Virginia hija, estas semillas no florecerán nunca, mira todas las demás, a esas si te puedes dedicar.
-¡No!,- respondió muy decidida Virginia,- tú ocúpate de esas mamá, y déjame a mi con las que malitas están.
Virginia las tomó entre sus manos con mucho cariño, y captó algo hermoso en ellas que su madre no había visto.
Las puso en una maceta marrón, que pensó en pintarla para llenarla de color. Estaba segura de que si le ponía lunares rojos, las semillas se llenarían de alegría y muy pronto brotarían.
Cada vez que Virginia su planta tenía que regar, lo hacía con mucho amor y sin parar de cantar.
Pero los días y las semanas pasaban y las flores no brotaban. Una nueva mañana Virginia se sentó al lado de la maceta y le habló a las semillas con cariño y atención. Les contó todas las cosas que podría sentir si se animaban a vivir: la luz del sol, el agua de la lluvia, ver los colores del arcoiris y notar el viento juguetón.
Virginia cuidó más que nadie de su preciosa maceta y un día llegó la recompensa. Por la mañana cuando se asomó por la ventana, vio que sobre la tierra de la maceta unas luces parpadeaban. Corrió escaleras abajo y se dirigió al patio. Cuando se inclinó para observarla bien vio una auténtica preciosidad. Unos brotes comenzaban a nacer y entre luces diminutas los vio florecer.
-¡Mamá, mamá!,- gritó Virginia con muchas ganas.
La madre llegó apresurada a ver que pasaba.
-¡Mira mamá! Y tú dijiste que no iba a pasar.
-¡Vaya, qué sopresa! Aunque con todo lo que las has cuidado, no me soprende del todo que esto haya pasado. Mira las mías que tristes están,- dijo su mamá.
-No te preocupes, ahora a las tuyas también les puedo cantar,- dijo Virginia guiñándole un ojo.
Entonces la madre de Virginia pensó en algo que al ir cumpliendo años había dejado atrás. Y mirando la bonita maceta de su hija recordó:
-Había olvidado, que hacer las cosas con amor y paciencia siempre tienen su recompensa.
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